Manu Yáñez (Bilbao)
Para gozar del nuevo prodigio audiovisual surgido de la sensibilidad y el imaginario de Víctor Erice, el espectador debe acceder a un cubículo completamente oscuro en cuyo centro se sitúan dos bancos contiguos que dividen el espacio por la mitad. Así, pese a estar alojada en un entorno museístico –la instalación es un encargo del Museo de Bellas Artes de Bilbao, que la acoge en su segunda planta–, la obra conserva las formas definitorias de la experiencia cinematográfica: el espacio sombrío de la sala, así como la sugerencia, mediante la disposición de los bancos, de un lugar desde el cual observar y de una dirección hacia la que mirar. En este contexto espacial, Piedra y cielo se abre con un amanecer que aparece proyectado sobre toda la extensión de una de las paredes del cubículo. Se trata de la primera parte de la obra, titulada Espacio día, que se extiende a lo largo de 11 minutos y 3 segundos, fragmentados en 32 planos. La segunda parte, la más breve Espacio noche, de 6 minutos y 35 segundos (y apenas 13 planos), se proyecta sobre el otro extremo del cubo, obligando al espectador a dar una vuelta sobre sí mismo –un giro de 180 grados– para completar esta experiencia de observación del memorial dedicado al músico Aita Donostia, situado en la cima del monte Aguña (en Lesaka, Navarra) y formado a su vez por dos monumentos: una estela funeraria esculpida por Jorge Oteiza y una capilla del arquitecto Luis Vallet de Montano.
Estamos por lo tanto ante una obra construida en torno a múltiples dialécticas. Por un lado, se produce un diálogo “monumental” entre la estela de Oteiza (de forma cuadrada, albergando en su centro una hendidura circular) y la capilla de Vallet de Montano (“un sencillo paraboloide inclinado”, según descripción del propio Erice). Y luego, en las imágenes y en el transcurso de Piedra y cielo, hallamos la interacción entre la tierra y el cielo, entre el día y la noche, elementos estructurales del singular ideario del escultor guipuzcoano, con quien Erice decide establecer una fructífera interlocución artística, a la manera de la que entabló con el pintor Antonio López en la película El sol del membrillo y en la videoinstalación Fragor del mundo, silencio de la pintura. Es a través del pensamiento y de la fascinación de Oteiza por el monte Aguña que Erice intenta penetrar en el misterio de un espacio dominado por la presencia de unos discretos chrómlechs (piezas megalíticas, esculturas prehistóricas de piedra) que configuran lo que podría ser un monumento funerario, aunque, tal y como explica Erice en el texto que acompaña a la instalación, “hay estudios según los cuales los chrómlecs pirenaicos representarían en realidad estrellas y constelaciones, constituyendo la huellas de una religión astral precristiana”. Es esta última posibilidad la que interesa a Erice, que encuentra en los monumentos –tanto en los prehistóricos como en el elaborado por Oteiza en 1959– un ancla fija a partir de la cual abordar la relación dinámica entre la realidad material del mundo y la infinitud del Cosmos.
Para dar forma a este diálogo entre la piedra y el cielo, Erice decide emplear, para sorpresa y maravilla del conocedor de su obra, la herramienta del time-lapse, la cámara rápida. Después de arrancar con un prolongado plano general en el que los primeros rallos del sol dan forma y volúmen al Memorial Aita DonostiaPiedra y cielo se acelera dando pie a un festín sensorial de paisajes terrestres inmóviles y cielos arremolinados (por el vaivén amorfo de las nubes pasajeras). En dos espectaculares composiciones consecutivas, la capilla de Vallet de Montano parece devorar y escupir las serpenteantes y endiabladas formaciones nebulosas. A la postre, las imágenes ponen en cuestión la propia quietud de los monumentos, que parecen “animarse” en su condición de testimonios reflectantes del incesante tránsito solar. Hasta en tres ocasiones a lo largo de Espacio día, Erice filma frontalmente el modo en que se ilumina o ensombrece la cavidad circular de la cuadrangular “estela” de Oteiza. Veloces alumbramientos y eclipses que dan forma a la noción poética del tiempo que persigue Erice a través de su particular “pacto con la realidad” (en palabras pronunciadas por el cineasta en la conferencia realizada el pasado 13 de noviembre en el mismo Museo de Bellas Artes de Bilbao). De hecho, es seguramente en la disparidad de vinculaciones con lo real –todavía latente, palpable, ontológica, en Erice; completamente sublimada por Oteiza en su articulación de un discurso metafísico– de donde emerge la tensión artística que eleva Piedra y cielo a su condición magistral. En palabras de Erice, “el tiempo, para Oteiza, era verbal. Él decía que el tiempo ‘se contaba’, mientras que el espacio era visual, geométrico. En el cine, el tiempo no es verbal. Es un lenguaje (el del cine) que contiene el tiempo del mismo modo que un recipiente contiene el agua, y además lo transmite en su fluir”.
En su representación de un tiempo densificado por el time-lapse, Erice parece desmarcarse del rigor estructuralista. Sin embargo, paradójicamente, el empleo del artificio temporal aproxima, en espíritu, Piedra y cielo al travieso estudio del transcurso del tiempo que proponía Casting a glance (2007), en la que James Benning ficcionalizó su retrato de la Spiral Jetty del artista Robert Smithson –una espiral de rocas situada en el desierto de Utah– transformando unas imágenes filmadas entre 2005 y 2007 en una odisea temporal demarcada por intertítulos que viajaban desde el “30 de abril de 1970” hasta el “15 de mayo de 2007”. Engañar al ojo y a la mente para terminar evocando una suerte de tiempo interior, como ocurría en el magistral cortometraje 37/78: Tree Again (1978) del cineasta de vanguardia austríaco Kurt Kren, donde a través de un time-lapseanalógico se construía un “plano fijo” de un árbol que contemplaba, impasible, los cambios climáticos y estacionales a lo largo de un año.
Según Erice, “desde lo abstracto, en este chrómlech neolítico, inventa el artista (Oteiza), en el mismo espacio interior de la realidad, la habitación para su raíz metafísica. El hombre se sitúa fuera de sí mismo, fuera del tiempo”. Una comprensión abstracta del “espacio interior” que Erice exterioriza mediante la materialización del transcurso del tiempo. De hecho, la planificación compositiva de Piedra y cielo –en la que se van combinando planos generales del conjunto del Memorial Aita Donostia con planos singularizados de cada chrómlech, de la estela de Oteiza y la capilla de Valet de Montano–, remite poderosamente a aquella inolvidable secuencia de Primavera tardía de Yasujirō Ozu en la que, durante una visita al jardín zen de Ryoan-ji, el cineasta japonés catalogaba, mediante sus célebres pillow shots, los grupos de rocas que sobresalían sobre un fondo arenoso perfectamente uniforme. Como apuntó Erice en su conferencia, “para Oteiza, lo específico del chrómlech vasco sería el hecho de que su interior no contiene nada (…). En el chrómlech, Oteiza percibe aquello que más le obsesionaba: su propia desocupación del espacio”. El espacio desocupado, el vacío, convertido en pura forma artística, así como en territorio privilegiado para la captura del paso del tiempo: para Ozu, el fondo vacío del jardín zen; para Erice, el círculo interior de la estela de Oteiza.
En su charla en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, Erice recuperó una lúcida reflexión oteiziana: “El espacio es físico y solar, el tiempo es nocturno y metafísico”. Una noche metafísica –expresión punzante de “una suprema angustia existencial”, pero también “lugar de reposo y protección ante los miedos de la existencia”– que el director de El espíritu de la colmena conquista en Piedra y cieloa través de un nuevo artificio, en este caso de carácter esencialmente expresionista. Y es que Erice reconstruye con focos eléctricos una luna llena antinatural pero aberrantemente poética (marco perfecto para las composiciones líricas de Oteiza que aparecen en las imágenes a través de intertítulos). Un recurso puramente fantástico que nos devuelve a una de las dialécticas fundamentales de la obra de Erice: la del realismo y la fantasía, la tensión entre el camino abierto por los hermanos Lumière y la senda inaugurada por George Méliès. Un discurso desdoblado en vías paralelas, aparentemente antitéticas, pero aquí hibridadas por el reconocimiento autorreflexivo del dispositivo cinematográfico. En el caso de Piedra y cielo, Erice ya ni siquiera necesita mostrar en las imágenes una cámara de cine y un foco de luz artificial, como hiciera en la inmortal escena del sueño de El sol del membrillo. Aquí le basta con observar el movimiento de la luz artificial sobre el material pétreo de la escultura de Oteiza. “Una luz que no sé cómo describir, nítida y a la vez sombría, que todo lo convierte en metal y ceniza. No es la luz de la noche, tampoco es la del crepúsculo, ni la de la aurora”, que decía la voz en off de Antonio López en la película de Erice. Luz metafísica de los orígenes y luz incandescente del cine. Una luz propia de la mitología oteiziana que Erice sabe destilar para luego verterla sobre la pantalla y sobre el espectador hechizado, arrobado, de Piedra y cielo.