martes, 21 de mayo de 2019

DOS MIL SETECIENTOS SETENTA Y TRES









Leo un artículo escrito por el gran Bernardo Atxaga sobre Jorge Oteiza y me emociono.
Me complace la buena escritura y más, si cabe, cuando se trata de describir a una de las personas que ha sido capaz de enseñarme a entender el arte vasco.
Cuando estudiaba Bellas Artes su libro Quosque Tandem era la biblia pero reconozco que no lo entendía.
Lo tenía en mi mesilla y sabía que era un tesoro al que yo no tenía acceso.
Me enteré de que Oteiza exponía en la galería Txantxangorri de Hondarribia y me acerqué.
Me impresionó tanto lo que vi, que empecé a llorar y conocí a Jorge y fue tan inspirador ese encuentro que al llegar a mi casa el Quosque Tandem me pareció pan comido
Lo leí de un tirón y desde entonces estuve atenta a todo lo que hacía y decía Jorge y más tarde le hice un homenaje que constaba de una instalación de trece cuadros de pequeño formato que no deben separarse y actualmente se exhiben en un museo de Barcelona.

Sigo interesándome por todo lo que dicen y cuentan de él, de su obra, de su carácter, de su poesía, sigue estando vivo en mi corazón.







In memoriam: Jorge Oteiza Publicado por Bernardo Atxaga




«¿Sabes algo de Jorge Oteiza?», me preguntó en junio de 1969 Ángel de la Iglesia, mi profesor de Sociología en la Facultad de Ciencias Económicas de Bilbao. Para entonces ya se había publicado el libro clave del escultor, Quousque tandem…!, y eran famosas, en los medios artísticos y entre la intelligentsia vasca, las luchas que acompañaron la reconstrucción del Santuario de Arantzazu; pero era, éramos, muy jóvenes, éramos de los Beatles o de los Animals, andábamos con los estudios, leyendo los poemas y los textos políticos de Txabi Etxebarrieta que nos pasaban los simpatizantes de ETA, o discutiendo sobre arte y cultura con los maoístas del Movimiento Comunista de Euskadi, y nuestra cabeza, al menos la mía, no daba para mucho más. Sabía algo, pero poco. En realidad, aquel era el primer airecillo oteiziano que me llegaba directamente.
«Es un hombre tremendo», dijo mi profesor, riéndose, divertido de antemano con lo que iba a contar. «Resulta que en el friso de la basílica acaba de colocar catorce esculturas, catorce apóstoles en lugar de doce. Le pregunté que por qué había puesto tantos, y respondió: “¡Porque no cabían más!”. Luego cogió papel y lapiz y me empezó a describir alguno de los apóstoles. “Y este es Santiago”, dijo, haciendo un garabato más violento que los demás. “¿Sabes en qué pensé cuando lo hice? ¡Pues pensé que tenía que ser como un pedo!”».
Entre las rondallas catalanas hay una cuya fórmula de entrada se refiere a un tiempo en el que había no ya catorce apóstoles, sino catorce vientos, de los cuales «set eren bons i set dolents», y sobre esa cuestión de los vientos que Oteiza había empezado a provocar giraban por lo visto, según mi profesor de Sociología, muchas de las conversaciones del momento. Desde luego, no eran como el vientecillo primero, el de los presagios. Eran vientos fuertes. Ahora bien: ¿eran buenos, convenientes al país? ¿En qué dirección política soplaban? ¿Qué debía pensarse de lo que estaba haciendo en Arantzazu?
Las autoridades eclesiásticas habían censurado la obra de la nueva basílica durante casi quince años, parando las obras y prohibiendo que sus catorce apóstoles fueran colocados en el friso; con la oposición, no obstante, de autores cristianos de primer orden —como José de Artetxe, autor de una dura novela sobre la Guerra Civil, El abrazo de los muertos— y la de los propios franciscanos del monasterio. En otro orden, contaba con el beneplácito del movimiento abertzale —encantado con el nacionalismo subyacente en el discurso oteiziano y la declarada admiración del escultor por el mártir Txabi Etxebarrieta—, pero no, en absoluto, con el de quienes, siéndolo o no, se declaraban herederos de la Ilustración francesa, ciudadanos del mundo y antirrománticos. La gente progresista que iba por libre, hippies, artistas y librepensadores al estilo de mi profesor de Sociología, estaba en general con él. En lo que respecta a los dirigentes del Partido Nacionalista Vasco o a los de la derecha española del último franquismo, no tengo recuerdo de su opinión sobre Oteiza. Supongo que a los primeros les inspiraría simpatía y desconfianza; a los segundos, solo desconfianza.
Algunos lo apoyaban públicamente, como su hermano el poeta comunista Gabriel Aresti. En su Harri eta Herri (Piedra y pueblo) —el libro vasco más importante del siglo XX, junto con el Quousque tandem…!—, lo llamaba «profeta» y le dedicaba el poema «Q»:
(…) Nik eztut Jurgi Oteitza eskultorea ezagutzen…
Yo no conozco al escultor Jorge de Oteiza,
pero he visto tantas veces sus piedras,
sus apóstoles,
tumbados
a la orilla de esa difícil carretera
como si fueran
el cadáver de una rata aplastada por un carro
o el esputo de un tuberculoso,
que todavía
no puedo
quedar de acuerdo con los fariseos;
hasta que no vea esas piedras en su sitio
no comulgaré
con ruedas de molino (…).
Al final, después de los casi quince años, en 1969, el espíritu del Concilio Vaticano II permitió que los apóstoles de Oteiza dejaran por fin la orilla de la carretera y volvieran a su sitio, al friso de la fachada principal de la basílica.
¿Calma chicha a partir de ese momento? ¿Satisfacción por parte de Oteiza tras el remate de la obra y el éxito que a esas alturas tenía su libro Quousque tandem…!? En absoluto. Era imposible que los vientos de Oteiza se tranquilizaran y dejaran de soplar. Siguió con sus protestas y denuestos —preferentemente contra la clase política— y empezó a tener fama de loco, de extravagante, de energúmeno. Pensando en él, y en sí mismo, Gabriel Aresti escribía:
Antiguamente
A los profetas
los mataban
a pedradas.
Hoy en día,
a desprecios,
a desamores
y
a ostracismos.
Yo no sé cómo Jorge de Oteiza
ha aguantado
hasta el momento
tanto
desprecio (…).



Gabriel Aresti y Jorge Oteiza eran ambos profetas, en el sentido de que siempre estaban protestando y diciendo lo que pensaban, sin falsedades, sin malicia, sin adular directa o indirectamente a nadie, con independencia de lo que pudiera ser o no conveniente, contra los del otro lado y también, más difícil todavía —solo al alcance de las ovejas negras—, contra los del propio. Fui testigo de ello cuando vi a Gabriel Aresti levantarse en una asamblea semiclandestina de escritores en castellano —la mayoría de ideología socialista o comunista, como él— para decirles la de Dios es Cristo, y cuando, a los pocos meses, le vi hacer lo mismo en una reunión igualmente semiclandestina de los escritores en lengua vasca celebrada en Hanbre, Ermua; fui testigo, también, de una actuación similar de Jorge Oteiza en el cine Gayarre de Pamplona, después de la proyección del documental Nortasuna, dedicado a la escultura de Remigio Mendiburu y dirigido por Pedro de la Sota.



De la serie de la desocupación de la esfera, 1975. Fotografía cortesía del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Cuento lo que pasó aquel día de invierno de 1976. Se abrió un coloquio, con la presencia del artista y del director, y durante una buena media hora se habló de los númenes y de los símbolos, de los vacíos y de las masas, de los móviles de Calder y las abstracciones de Moore, de todo aquello y de temas aún más complejos. El público, bastante numeroso, compuesto principalmente por artistas e intelectuales de Pamplona, intervenía constantemente, haciendo comentarios y preguntas. De pronto, se levantó un niño que estaba en una de las primeras filas y dijo en voz alta, mirando hacia el estrado: «Ustedes, ¿qué han querido decir con la película?». Fue un susto para todos, y para mí también. Después de media hora de teoría y citas, cuando la reunión ya había alcanzado su velocidad de crucero, sobrevenía —¡vaya por los dioses!— aquella tonta interrupción del niño, tan molesta. Todos cooperaron en la urgente labor de acallarle, y yo también. Se le dijeron unas cuantas palabras, y otra vez al discurso, a Calder, a Moore y a todo lo demás. Se levantó entonces un hombre que estaba a mi izquierda, dos asientos más allá. Lo reconocí enseguida, porque ya habían pasado años desde que mi profesor de Sociología me hablara de él. Era Jorge Oteiza. Proyectando la voz, exclamó: «¡No! ¡No calléis al niño! ¡Él ha dicho la verdad! ¡Lo que ha querido decir es que no ha entendido nada de la película! ¡Como yo! ¡Yo tampoco he entendido la película, porque soy como un niño!». Todos se sintieron pillados en falta, y yo también. Nadie sabía cómo continuar, ni los autores que estaban en el estrado ni los artistas e intelectuales que estaban el el patio de butacas. Afortunadamente, Oteiza comenzó a despotricar: «¡Calder, decís! ¡Lo que hace Calder nada tiene que ver con lo de Mendiburu! ¡Calder solo hace tonterías colgantes!». Y siguió así, enlazando juicios radicales, hasta que llegó la hora de la cena. ¿Cuántos amigos ganaría aquella noche Oteiza? Pues, a pesar de la delicada manera con la que reaccionó contra lo que le parecía un paripé, muy pocos. Es la suerte de las ovejas negras. 
Los profetas como Oteiza o Aresti vivían, por lo que yo sé, doloridos por los ataques, pero no cambiaban de parecer ni perdían el amor propio. Oteiza, concretamente, reaccionaba a veces con furia, como cuando en un acto público un chillidiano le habló con desdén, y él, revolviéndose, haciendo el gesto de los pistoleros del Oeste, le espetó: «¡Saca tu currículum!». Otras, en cambio, se apropiaba de las opiniones contrarias a él y a su obra, y las anulaba poniéndolas al descubierto, mostrándolas en público como hacían los cínicos con sus tachas.
En el largo poema que escribió a la muerte de su mujer, Itziar, publicado en 1992, hay un pasaje en el que habla de su nombre, que en América era «Gorka», para el poeta Aresti «Jurgi», para su mujer «Yur» o «Yor». Una cuestión sobre la que también quería poner su punto:
al volver aquí donde de vasco
fingían todos andaban
a vueltas con sus nombres
me di la vuelta y les mostré
como marca de ganadería que
me habían puesto y me dijeran Jorge
ya que saben sabéis que soy
un máverick.
A pie de página figura una nota del editor que explica el significado de máverick: «En el Oeste americano, res que queda sin marcar, fuera de la disciplina del rebaño. Orson Welles se definió como tal en su discurso de ingreso en la Academia». Pero hay una nota más, del propio Oteiza, en la parte derecha de la página. Así comenta, dándole la vuelta, uno de los insultos que le dedicaban:
*me recuerda
Joseluis Zalbide
que su mujer Maritxu
preguntaba a Itziar
eso tan dulce
que dices a Jorge
ENERTXU qué significa?
Itziar sonríe que se acercó
y bajito a su oído
e n e r g ú m e n o.
Ahora que han pasado años y podemos hacer balance, da la sensación de que Oteiza no se hizo justicia a la hora de considerarese un maverick, y que también exageró bastante cuando, como recuerda su editor de Pamiela, Txema Aranaz, rechazó un premio por no querer permitir que «un triunfo de mierda le estropease su glorioso currículum de fracasos». En el mismo sentido, da la impresión de que actuó con desmesura de profeta cuando escribió los prólogos a las sucesivas ediciones de Quousque tandem…!, principalmente en el de la cuarta («Prólogo con resentimientos») y en el de la quinta («Prólogo a este libro ya inútil en cultura vasca traicionada»). En esta última edición anunciaba su marcha del País Vasco y de la propia Navarra —«lugares que no digo Euskalherria, que entiendo como territorio histórico en una unidad cultural y política, que ya no existe»—. A las autoridades navarras las acusaba de no haber sido receptivas con su proyecto de «Universidad de Artistas Vascos», al tiempo que renegaba de la idea de una fundación-museo en Alzuza, a pocos kilómetros de Pamplona; al Gobierno Vasco de no haber recogido las denuncias contra el Guggenheim, «la purestafa euskodisney». En estas mismas páginas, llenas de improperios, insiste en su condición de fracasado: «lo siento, he fracasado como siempre, mi conclusión es que también aquí debo ceder, debo rendirme».

Sin embargo, cuesta creer que lo dijera completamente en serio. Lo que sus vientos, tanto los buenos como los malos, movieron durante cuarenta o cincuenta años fue muchísimo. A su figura y a su obra se debe por ejemplo el alza de valor de la cultura tradicional vasca, convertida por arte de magia —magia oteiziana— en materia artística de vanguardia. Después de su Quousque tándem…!, el versolari ya no sería más «un vate rural», como decían los periódicos locales de la época, sino un «anti-actor» al modo brechtiano; tampoco la txalaparta sería lo mismo de antes, un tam-tam de sidrería, sino una suerte de instrumento poético con dos voces, una fija y otra variable, en continuo diálogo. De igual manera, tampoco el monte Agiña, en Navarra, cerca de Lesaka, sería lo que es ahora sin la intervención oteiziana, que integró los crómlech del lugar en una instalación escultórica. Y lo mismo podríamos decir de otro centro, en este caso religioso, Arantzazu: el edificio que él encargó a Sáenz de Oiza está ahí; sus catorce esculturas están en el friso; su pietá, en lo alto de la fachada; el templo, cuyo ábside pintó maravillosamente Lucio Muñoz, es visitado tanto por creyentes como por ateos. De Sáenz de Oiza es, también, el edificio que alberga hoy el Museo-Fundación de Alzuza, inaugurado en 2007, dedicado a la conservación, exposición y estudio de su obra. Por otro lado —¡toma triunfos, Oteiza!—, el eco que tuvo entre los artistas coetáneos fue enorme, y buena parte del aire que se colaba por los resquicios de sus talleres provenía de él. Algunos siguieron su estela; otros trabajaron reaccionando en contra.

Los Apóstoles de Oteiza en el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu. Fotografía: Keta (CC).

Por si hay reservas: Oteiza no fue el primero en tener una concepción distinta de la txalaparta o de la improvisación oral, como tampoco había sido el primero en ver en los crómlech algo más que una serie de piedras puestas en círculo —según John Evans, ya lo habían hecho hacia 1830 los nacionalistas daneses, inventores del concepto de «prehistoria»—; pero, que yo sepa, nadie había logrado llevar esos elementos al exquisito círculo de la vanguardia artística para, a continuación, integrarlos en la vida cultural y política de un país. 
Vuelvo al Quousque tandem…!. Además de protestas, quejas e improperios, las primeras páginas del libro albergan también textos como esta dedicatoria a Pascuala Iruarrízaga, abuela de su mujer, Itziar. Oteiza la toma en mente y se va hasta el Neolítico:
Pienso en la secreta tenacidad de transmisiones como esta (de abuela a nieta) entre nosotros. En el proceso formador de nuestro carácter como pueblo que arranca ya con precisión histórica y estética a la vez, desde el crómlech neolítico (una de las hipótesis que centralmente desarrollamos aquí) hasta nosotros, no nos separa más que (debemos decir más exactamente que nos une) una sucesión de ochenta relaciones (como esta) de abuela a nieta, ochenta abuelas desde el neolítico vasco hasta Pascuala Iruarrízaga.
Alguien verá en este texto, con razón, el origen de un mal viento, porque una concepción que «borra» la historia refuerza la indeseable visión esencialista, étnica, de la que ya hemos estado bien servidos; pero, dejando de lado esa posible lectura política —de la que Oteiza solo parcialmente puede ser responsable—, yo prefiero ahora fijarme en lo poético. ¿No es preciosa la idea de que entre el Neolítico y nosotros solo ha habido cien abuelas? Así lo escribió el crítico Moreno Galván en la revista Triunfo hace muchos años, y yo creo lo mismo.
Siempre hubo un viento suave en el haz de Oteiza, una brisa reconfortante que daba salud y alegría; siempre hubo poesía. A veces, la encontramos en sus páginas, como en el pasaje anterior, o como en este otro que también está en Quousque tandem…!, un elogio del avestruz:
El bisonte —el toro—, torpe y primario animal, sin capacidad espiritual para reconocer o confesar el miedo existencial, muere sin descubrir antes la muerte. ¿Quién ha dicho que el avestruz es torpe porque esconde la cabeza ante el supremo peligro? Tiene miedo y por esto encuentra solución, pero solución única, espiritual, fuera de la muerte. Maravilloso y calumniado, metafísico animal, que crea su propio crómlech. Tiene alas y no puede volar, como el hombre.
Otras veces, muchas, la brisa nos llega desde la propia vida del autor, no de una página. Recuerdo ahora una de sus discusiones de la época en que sus esculturas estaban tiradas por la carretera de Arantzazu. Un intelectual católico se las señaló, y le dijo:
Oteiza, cuando los baserritarras (‘campesinos’) de los alrededores vengan a Arantzazu y vean tus apóstoles, pensarán: «¡Pero qué apóstoles son estos! ¡Si son como las piedras de mi caserío!».
Oteiza le respondió:
Tienes razón. Pero cuando los baserritarras vuelvan a su caserío y vean las piedras, pensarán: «¡Pero qué piedras son estas! ¡Si son como los apóstoles de Arantzazu!».
Escribió Roland Barthes que el gag es el último recurso que le queda a la poesía, lo único que le permite sacudirse el polvo —el polvo kitsch— que sobre ella se ha acumulado tras muchos siglos de literatura. Escribió también que la peor característica de un discurso es la previsibilidad, la doxa —que, por ejemplo, dos arquitectos hablen sobre una película de Woody Allen y que solo digan «lo que, efectivamente, cabía esperar que dijeran dos arquitectos sobre una película de Woody Allen»—. Si eso es verdad, Oteiza era, como poeta y hacedor de paradojas, soberbio. Insisto: brisa fresca, salutífera.


Viajo varias veces al año desde Pamplona a San Sebastián, pasando por la zona donde, cerca de Irurtzun, se levantan dos peñascos de las mismas características, dos torres de piedra que en castellano reciben el nombre de «Dos hermanas», y en lengua vasca Aizpitarte (‘entre dos rocas’). Para Oteiza es un ejemplo, un ejemplo más, de las diferencias entre la cultura latina, que nombra lo que ve, y la vasca, que señala lo que falta, la presencia de la ausencia, el vacío. Naturalmente, no importa que sea una fantasía, como fantasías son las estrellas anunciadoras de acontecimientos, las montañas de oro y, probablemente, los dioses a los que se reza en Agina, Arantzazu y todos los demás templos del mundo. Lo que importa es que, como los números raros que no designan nada real pero que permiten la existencia de todos los demás y, por lo tanto, su operatividad, el conglomerado metafísico que llevamos en la cabeza sirva para mantener en movimiento la rueda de la vida, de una vida con un nivel más alto de existencia, cada vez más bella y justa.

Los 14 apóstoles de Oteiza cumplen 50 años


En faena. Jorge Oteiza en junio de 1969 trabajando en el icónico friso de piedra Negro Markina, que es una de sus obras maestras. /  PLAZAOLA
En faena. Jorge Oteiza en junio de 1969 trabajando en el icónico friso de piedra Negro Markina, que es una de sus obras maestras. / PLAZAOLA

La colocación del icónico friso en la basílica de Arantzazu en 1969 culminó un largo y tortuoso proyecto | Durante catorce años las esculturas estuvieron «durmiendo el sueño geológico» en la cuneta de la carretera por el veto eclesiástico a la vanguardista obra


Hace 50 años Jorge Oteiza culminaba en Arantzazu la que quizá fue su obra maestra: sus catorce apóstoles, un tortuoso proyecto iniciado en 1950 y que tardó diecinueve años en finalizar por la prohibición eclesiástica. El conjunto escultórico estuvo catorce años «durmiendo el sueño geológico» en la cuneta de la carretera a Arantzazu. Ingeniosa metáfora realizada por el propio Oteiza para explicar el veto, y la larga penitencia que la ya inmortal obra sufrió por parte de la comisión diocesana de Arte Sacro, uno de los órganos más poderosos e influyentes de la iglesia.
El vanguardista friso no figuraba en la fachada de la basílica el 30 de agosto de 1955, fecha en la que el templo fue bendecido y abierto al público, después de no pocas vicisitudes y cinco años después de que fuera colocada la primera piedra. La suspensión definitiva de la obra escultórica fue un duro golpe para Oteiza. Tanto que decidió no volver a Arantzazu y sus apóstoles de piedra Negro Markina quedaron tirados en la cuneta.
Muy pocos contaban con que las esculturas ocuparan algún día su lugar, después de que, una vez levantado el veto por parte de la comisión diocesana en 1966, Oteiza se negara a volver al santuario alegando que su ciclo como escultor había terminado. Pero el 1 de noviembre de 1968 Jorge se puso de nuevo manos a la obra y entre el 12 y el 17 de junio del 1969 los catorce apóstoles fueron colocados en el friso en una operación que despertó mucha expectación. Meses después, el 21 de octubre le llegaba el turno a la Piedad en lo alto de la fachada, completándose así un friso que se ha convertido en unos de los grandes iconos de Arantzazu.
La renovación del Santuario estuvo rodeada de una gran polémica debido a su diseño vanguardista. Por este motivo, parte de su construcción, especialmente la parte más artística, estuvo vetada durante 15 años. Según dictaba su sentencia «...los artistas han sufrido extravío por las corrientes modernistas, que no tiene en cuenta algunos de los preceptos de la Santa Iglesia en materia de Arte Sagrado».
Así, Jorge Oteiza tuvo que esperar hasta hasta 1969, cuando falleció Font i Andreu, obispo de San Sebastián que había promovido la prohibición de la obra, para colocar su magnífico grupo de 14 apóstoles y ver culminada una de sus grandes obras. Sin embargo, Oteiza cambió de idea y dio un giro radical a su diseño inicial, que incluía más ornamentaciones en toda la fachada. El veto de la iglesia hizo mella en el ánimo del escultor y al final sintió que su nueva fachada (la actual) reflejaba mejor su sentir como escultor, y que el diseño estaría más acorde a las nuevas tendencias escultóricas. El diseño era más minimalista, con más vacío que ponía el protagonismo en la escultura central.

Genio y figura, dejó huella

La figura de Jorge Oteiza, que vivió en Arantzazu mientras trabajaba en sus apóstoles, dejó una profunda huella entre los franciscanos y los vecinos de la zona. Todos recuerdan algunos de los arrebatos protagonizados por el oriotarra. Como cuando un grupo de seminaristas se plantó ante la fachada de la Basílica cuando el escultor trabajaba en sus apóstoles y le preguntaron a ver si iba a dejar la fachada sin nada. «¿Cómo que sin nada?, se va a quedar con nada, no sin nada», fue su vehemente respuesta.
No hay visitante del santuario que no exprese su curiosidad por conocer las razones que llevaron a Oteiza a colocar en el friso 14 apóstoles en vez de los doce convencionales. La respuesta invariable del escultor a esa cuestión solía ser «porque no me caben más...».
Otra de sus salidas más celebradas se produjo cuando sus esculturas permanecían depositadas en el arcén de la carretera de Arantzazu debido a la suspensión de los trabajos dictada por las autoridades eclesiásticas. Le preguntaron a ver dónde estaban sus figuras y respondió: «Los apóstoles están durmiendo el sueño geológico». 
La bibliografía sobre la obra habla de la amplitud del frontis y el carácter simbólico de las mismas. «Apóstoles debemos ser todos, no sólo 12; 14 remeros tienen una trainera y la Iglesia es una nave; en el centro dos de las figuras se abrazan, dando solución cristiana a la angustia que circula en el conjunto».
Según explicó Oteiza en un informe técnico, habría «un solo retrato teológico del apóstol en 14 piedras, en 14 posiciones complementarias, que se unen sólidamente entre sí y con las dos torres, expresándose, emergiendo del mundo y de la carne, guiados por una imagen en lo alto del tablero mural, de la Asunción de la Santísima Virgen».
También aseguraba que el conjunto escultórico estaba concebido «como una lucha antagónica de peso, lo que pesa hacia abajo y lo que pesa hacia arriba, que se resuelve a favor del espíritu». Polémico y controvertido, firme defensor de sus creencias, siempre provocador, Jorge dejó huella. 
Lo cierto es que su personalidad y la polémica originada por la prohibición de los apóstoles eclipsaron al plantel de artistas que colaboraron en la construcción de la Basílica de Arantzazu, pero con el tiempo todos y cada uno de ellos alcanzaron la gloria artística.
El santuario constituye hoy en día un testimonio único de la labor desarrollada por grandes artistas del siglo XX. Algunos de ellos, personajes anónimos y desconocidos en los años 50, se convirtieron con los años en figuras de relieve internacional que acapararon los más prestigiosos premios y distinciones. Todos son ya los apóstoles artísticos de Arantzazu.